«El negro del Stradivarius. (En homenaje) Claudio José Domingo Brindis de Salas»
Quien lea esto sentirá un escalofrío en su piel; y si reflexionamos tenemos uno más profundo, en los huesos. Alguien tiene el deber de divulgarlo en Buenos Aires ya que nuestra arqueología y nuestra historia le debe a los afro-descendientes un gran homenaje. Hombres (y mujeres) como este no pueden quedar en el olvido jamás.
Este artículo, de Alina Sánchez, se publicó en la revista de arte y literatura latinoamericana Cañasanta, de Toronto (Canadá) el 13 de junio de 2011. Lo reproducimos con su permiso como gentileza de Rafael Pereachalá, colega colombiano.
Buenos Aires. Monte de Piedad. Casa de Empeños. Tarde fría, cálida, gris, soleada… ¿quién se acuerda? Entra un violín en la mano de un negro en harapos. Fue hace cien años, en 1911. Nadie está vivo para acordarse. Este negro que necesita dinero para comer dice que el violín no es robado.
— Sí señor, es mío.
— Le doy diez pesos.
— Yo ahora soy pobre, pero fui rico y famoso. Es un gran violín.
— Le doy diez pesos.
— Escuche usté: empuña el arco y suena la cascada de octavas, las tercerolas, un fragmento del concierto para violín de Mendelsohn.
— Le doy diez pesos.
— Los necesito, pero no lo venda, por favor. En tres días volveré a buscarlo con el dinero.
El dueño de la tienda extendió el recibo, le dio los diez pesos. El negro no volvió.
El 1 de junio de 1911 se recibió una llamada en el servicio de Asistencia Pública bonaerense. Desde una fonda y posada llamaban para solicitar el auxilio a un moribundo. En la sala de urgencias le quitan un chaleco recamado, que debió de ser muy costoso. Registran sus bolsillos y encuentran recortes de críticas musicales de The Musical Times, de Londres, del Corriere Italiano de Florencia. Y programas doblados y borrosos donde aún puede leerse con claridad: «Intérprete: el violinista cubano Claudio Brindis de Salas. Barón, miembro de la Légion d’Honneur y músico de la corte alemana».
Parece leyenda, mito urbano acompañado de violín, pero es verdad. La noticia necrológica de 1911 está recogida por el escritor y periodista uruguayo-argentino Juan José de Soiza Reilly, figura también controvertida, carismática, investigador de las luces y las sombras de los genios barriobajeros, del lumpen artístico y de la bohemia oscura de la época.
La vida supera a la literatura en la tragedia, es un tópico. ¿Quién iba a creer, en una América de principios de un siglo XX, todavía marcada por los desatinos de la esclavitud, que un negro pobre podía ser el digno dueño de un violín Stradivarius? Pero un violín de coleccionista, tan valorado en las actuales subastas de Sotheby’s, no sirve para el pan de un músico cuando no hay conciertos que tocar.
Claudio Brindis de Salas padre
El pathos trágico del final de Claudio José Domingo Brindis de Salas, es sólo comparable al de su padre, también Brindis de Salas, también Claudio, encarcelado, perseguido y condenado al destierro por su vinculación con la antiesclavista Conspiración de la Escalera.
Rastrear la vida de estos dos geniales músicos negros, padre e hijo es casi seguir en paralelo la historia de una Cuba esclavista primero, de post abolicionismo mediatizado después, inestable y llena de silencios vergonzantes. Seguir los vericuetos de sus destinos ciñéndonos a las pocas crónicas que llegan a nosotros es tarea ardua.
Nos es posible intentar abordarla gracias al legado de algunos autores que han investigado sobre ellos con respeto y paciencia, pero con acceso a muy escaso material. Tal vez si el talento de los dos Brindis de Salas se hubiera desarrollado en otras circunstancias históricas, en otras latitudes, en otras culturas, dispondríamos de más documentación sobre ellos. Las crónicas —admirativas o críticas— de sus actuaciones sólo nos plantean más incógnitas.
Y entonces, curiosamente, como si se tratara de desentrañar la estructura armónica que amalgama una extraña sinfonía, se presentan de pronto unos pasajes del exterior que identifican los motivos, su unicidad, su esencia, como espíritus no convocados que aparecen ellos solos para romper ese silencio, rendirles homenaje y poner las cosas en su sitio.
El primero de ellos llega en la obra más importante de la novelística cubana del siglo XIX. En la segunda parte de su novela Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, Cirilo Villaverde nos dice: «Cecilia, entretanto, saboreaba a sus anchas el triunfo mayor que jamás alcanzó mujer alguna en la flor de su juventud y su belleza. Uno tras otro, cuantos hombres de cierto viso llenaban el baile aquella noche, conociéndola o no, vinieron a saludarla y rendirla (sic) homenaje, cual saben rendirlo los negros criollos de Cuba que han recibido alguna educación y se precian de finos y atentos con las damas. Entre éstos podemos citar a Brindis, músico, elegante y bien criado; a Tondá, protegido del capitán general Vives, negro joven, inteligente y bravo como un león; a Vargas y a Dodge, ambos de Matanzas, barbero el uno, carpintero el otro, que fueron comprendidos en la supuesta conspiración de la gente de color en 1844 y fusilados en el paseo de Versalles de la misma ciudad, a José de la Concepción Valdés, alias Plácido, el poeta de más estro que ha visto Cuba y que tuvo la misma desastrada suerte de los dos precedentes; a Tomás Vuelta y Flores, insigne violinista compositor de notables contradanzas, el cual en dicho año pereció en la escalera, tormento a que le sometieron sus jueces para arrancarle la confesión de complicidad en un delito cuya existencia jamás se ha probado lo suficiente; (…) a José Dolores Pimienta, sastre y diestro tocador de clarinete, tan agraciado de rostro como modesto y atildado en su persona.»
Y agrega Villaverde: «Con este último y con Vargas se dignó Cecilia bailar danza, minué de corte con Brindis, otro con Dodge; conversó amablemente con Plácido, contestó con un saludo gracioso al que le hizo Tondá, habló de contradanzas con Vuelta y Flores, y celebró mucho el talento músico de Ulpiano que dirigió la orquesta de baile».
Este Brindis que Villaverde sitúa en el baile de etiqueta de la gente de color, danzando un elegante minué de corte con Cecilia Valdés, no es otro que Claudio Brindis de Salas, padre. Su reputación como excelente violinista era igualada por la fama de su orquesta, La Concha de Oro, una de las más aplaudidas de la Habana.
Era además un notable contrabajista, y poseía una hermosa voz de barítono que le permitía abordar el repertorio clásico. En alguna ocasión su timbre perfecto fue elogiado por el propio Marqués de Someruelos. Este dato nos hace constatar que la esfera musical de Claudio Brindis no se limitaba a los sitios frecuentados por los negros libres. En su condición de músico polivalente, su quehacer lo llevaba también a aristocráticos salones blancos, a misas religiosas y teatros de ópera, junto a otros músicos que también alternaban su profesión con oficios como el de sastre.
Esa pluralidad de escenarios también es recogida por Villaverde al principio de su novela, cuando el sastre Uribe pregunta por la terminación de una casaca y recibe esta respuesta: «tendrá Ud. que poner otro oficial que me ayude; mejor dicho, que la concluya, porque a las seis debo tocar en la salve del Santo Ángel Custodio y luego después en el baile de Brito. Farruco abre sus bailes esta noche en la casa de Soto y yo no he querido llevar mi orquesta hasta allá. En la Filarmónica dirige Ulpiano con su violín y Brindis está comprometido a tocar el contrabajo».
Sin embargo, fue la música popular la que Brindis pudo escoger como medio de vida y ésta le proporcionó merecida fama en los saraos de los miembros de su raza. Rivalizaba con todas las orquestas de rumbo y en 1825 venció en un certamen a la orquesta de Ulpiano Estrada, su constante competidor.
Si Villaverde lo ubica en la novela junto a los más destacados artistas negros y mulatos de la época es porque en su afán de conseguir un efecto de verosimilitud para su historia, insiste en mezclar la presencia de personajes hartamente conocidos de la sociedad habanera de principios del XIX junto a sus personajes de ficción. Pero, sobre todo, porque necesita aprovechar el aparentemente inocuo escenario de un refinado baile de negros, para deslizar su denuncia de los sucesos acaecidos en la denominada Conspiración de la Escalera.
Allí están Claudio Brindis de Salas, padre, junto a Dodge y a Ulpiano Estrada, músicos ambos, departiendo con Plácido, el poeta mulato y con el poeta negro Juan Francisco Manzano, protegido del intelectual blanco Domingo del Monte y personaje habitual de sus tertulias. Todos son personas reales que el escritor inserta en una trama supuestamente de ficción. Recalca Villaverde las características de este baile de negros. No se trata de uno de los llamados bailes «de cuna», lascivo caladero donde los señoritos blancos acudían para seleccionar fácil pareja de entre la bellezas negras y mulatas. Es un «baile de etiqueta de la gente de color», refinado y al estilo europeo, con minués antiguos de corte y danzas sin remeneos.
El refinamiento de los asistentes a aquel baile de etiqueta era un significativo rasgo de comportamiento que nuestro novelista refleja como muestra del mimetismo social de una incipiente burguesía negra. A pesar de mantenerse el régimen esclavista como base de la economía colonial, el sector liberto de la raza negra, que había logrado su emancipación bien por la vía de la manumisión o por la de la coartación o compra de la libertad, se había aplicado de manera industriosa a la tarea de lograr un lugar en la sociedad.
Los negros —muchos de ellos, paradójicamente, también esclavistas— controlaban todos los oficios manuales que los blancos peninsulares desdeñaban. Un sector amplio de artesanos y comerciantes «de color» disfrutaban de considerables beneficios económicos. Pero, además, comenzaban a destacar en profesiones y oficios liberales donde se valoraba el talento, además del esfuerzo. Y la música era uno de esos terrenos.
El historiador Manuel Moreno Fraginals subraya así la cuestión: «en una sociedad rica donde las orquestas y en general los conjuntos de música popular estaban bien cotizados, los negros y mulatos prácticamente monopolizaron el oficio. En esto, además, estaban ayudados por un cierto prejuicio. Ser aficionado a la música era una muestra de espíritu selecto, de vocación artística; pero vivir de la música, haciendo del arte un oficio para la diversión de los semejantes, era una actividad degradante de acuerdo con las normas blancas de la época. Por ello todas las agrupaciones musicales que actuaron en Cuba, hasta mediados de siglo, en fiestas particulares y de sociedad, estaban integradas por negros.»
El miedo a que se repitiera en «la Siempre Fiel isla de Cuba» otra revolución como la de Haití, que barrió del poder a los colonizadores franceses blancos, abolió el sistema esclavista e instauró una república negra en un país que representaba para la Francia decimonónica la fuente de la tercera parte de sus ingresos, era un miedo compartido no solo por los representantes de la corona española, sino por una sacarocracia criolla blanca que también se sentía amenazada a pesar de sus ideales independentistas. (Sería injusto no reflejar que un amplio sector de la clase criolla blanca defendía la abolición de la esclavitud por razones nobles y, de hecho, mostró un civismo irreprochable ante las luchas antiesclavistas. Pero el fenómeno es complejo y requiere un análisis que excede los límites de esta crónica.) La Conspiración de la Escalera logró unos objetivos concretos: hacer desaparecer de la escena colonial a las más relevantes figuras de raza negra que pudieran poner en peligro el status quo.
Los músicos y los poetas eran parte de esa intelligensia negra que podía resultar peligrosa para el sector dominante, y por ello se vieron involucrados en el fenómeno de la conspiración antiesclavista, la mayoría sin pruebas que los implicaran.
Comenta la periodista Josefina Ortega: «Transcurrían días felices para Brindis de Salas padre, quien con su orquesta animaba cuanto sarao, misa, coronación o jira se celebraba. Era el favorito en los bailes populares y en los salones de alcurnia. No obstante, el afamado músico negro no escapó de la barbarie de los prejuicios raciales. Conoció la mentira de aquel ilusorio afecto de quienes justificaban el régimen esclavista. Cuando sobrevino aquel proceso de la ‘Escalera’, en el terrible año de 1844, donde tantos negros sufrieron en su carne los azotes de la ‘justicia’ colonial, el otrora mimado Brindis de Salas fue llevado a la cárcel, torturado y expulsado de la Isla. Se le amnistió, por fin, en 1850, pero nunca más pudo recuperar los sitiales de antaño».
«El Rey de las Octavas»
Es muy improbable que Claudio Brindis de Salas padre se haya librado de la muerte gracias únicamente a su talento y valía como músico. Circunstancias específicas de su familia pueden haber contribuido a interceder ante las autoridades coloniales para conseguir perdón y exilio en lugar de la condena a muerte.
El abuelo Luis Brindis y varones de la familia de su madre, María del Monte Salas y Blanco, fueron miembros de alta graduación de los Batallones de Pardos y Morenos, institución militar equivalente al ejército colonial integrado por blancos leales a la corona. Además, su madre María del Monte fue ama de cría del Conde de Casa Bayona y por tanto el joven Claudio era considerado «hermano de leche» del Conde, y le hacía gozar de una cierta protección de aquella noble familia. Tal vez pueda aventurarse, con todas las reservas, que las relaciones de su familia y su posición relativamente privilegiada con respecto a otros personajes de la raza negra, salvaron al notable músico de una muerte segura aunque no del exilio.
Claudio Brindis de Salas intentó ingresar clandestinamente en Cuba en varias ocasiones. Fue apresado y el despótico Capitán General Leopoldo O’Donnell, duque de Tetuán no quiso concederle el perdón. O’Donnell fue sustituido por José Gutiérrez de la Concha, uno de cuyos primeros y pocos gestos de buena voluntad consistió en conceder la libertad a algunos involucrados en el proceso de la Escalera, Brindis entre ellos. Por eso no debe sorprendernos que entre las composiciones que llevan su firma podamos encontrar, junto a obras como la opereta Congojas Matrimoniales, una pieza impresa en 1854 que está dedicada al General Concha, en agradecimiento por su amnistía.
Una vez liberado, Brindis intentó levantarse de nuevo. Escribió versos, dio clases de música e intentó vivir de ella. En 1852 le nació un hijo al que puso su nombre, Claudio.
Desde muy corta edad, el niño demostró un extraordinario talento para el violín. El padre cifró en él sus esperanzas. Se miraba en él, empezó a darle clases de violín. Unos años después se apoyó en los conocimientos del maestro José Redondo. Pero supo que el violinista holandés Van der Gutch se había radicado en La Habana, y a él se lo entregó definitivamente.
No dudó el camino que debía desbrozar para su hijo. En la Isla, no. En Cuba sólo le esperaría una suerte tan triste como la suya. Pero… ¡ah, Europa! Aires distintos corrían por allá. Abolición de la esclavitud. Igualdad racial. También de Norteamérica llegaban noticias de los triunfos de negros como Frederick Douglas, con su autobiografía de esclavo liberado. La Habana persistía en los vicios coloniales, y su hijo tenía demasiado talento como para dedicarse sólo a marcar el compás de las contradanzas que bailaban los señoritos en una isla que seguía siendo esclavista.
José White era negro, violinista y ya estaba triunfando en París. Claudio José Domingo tendría que ir allí. Estudiar allí. Esa sería su meta. Un joven Ignacio Cervantes se lo había dicho. Había quedado admirado ante su talento cuando tocaron con él los tres Brindis de Salas, el padre, y sus dos hijos, José del Rosario y el pequeño Claudio José de once años, en un concierto en el Liceo de la Habana, en 1863.
Y, después de algún viaje a Veracruz y algunas giras por la isla que sirvieron para recaudar los fondos necesarios, el hijo marchó a París. Partió con una extraordinaria preparación técnica, y un credo: enfrentarse a la diferencia, ser el mejor, lograr el triunfo. Y no volver.
En 1869 se le abrieron las puertas del Conservatorio de París, considerado el templo de la alta música en su época. Asistía a la clase del maestro Charles Dancla, famoso profesor de violín, y era su compañero de curso el también cubano Rafael Díaz Albertini, alumno del maestro Alard. Además de ser instruido por Dancla, completó su formación con Camilo Ernesto Sivori, discípulo del mismo Paganini, y con Hubert Leonard y el maestro David.
En el ambiente musical de París encontró otras relevantes personalidades de la música. José White formaba parte de la Sociedad del Conservatorio desde 1868 y con él solía alternar el famosísimo Sarasate.
En 1872 muere su padre, ciego y en condiciones de extrema pobreza, pero ilusionado con las noticias que le llegan desde París. Ese mismo año Claudio José obtiene, junto a Díaz Albertini, un primer accésit en el Gran Concurso de Violín. Hay discrepancias en cuanto al año y la categoría del premio que alcanza en el Conservatorio de París. Algunos críticos afirman que obtuvo el primer premio en 1870, otros como Sabine Faivre d’Arcier, biógrafa de José White, refiere que en 1873 es galardonado con el segundo premio junto a Díaz Albertini, y que este hecho es recogido en la Revue et Gazette Musicale de Paris el 3 de agosto de 1873.
En cualquier caso, el genio de Brindis de Salas no pasaba inadvertido ni para el público ni para la crítica y al finalizar sus estudios ya era conocido por el sobrenombre de «El Paganini negro» y también como «El Rey de las octavas».
Su virtuosismo y su pasión de intérprete parecen estar fuera de toda duda. El repertorio interpretado estaba plagado de grandes dificultades y respondía a todas las exigencias técnicas que habían hecho famosos a Nicolo Paganini, a Pablo Sarasate, y al cubano José White. Lo cierto es que Claudio Brindis de Salas, hijo, incluía en todos sus conciertos obras de una brillantez que no dejaba indiferente a ningún auditorio europeo. El Concierto para violín de Mendelssohn, la Cavatina de Raff, la endiablada Zamacueca de White.
Se alababa «su portamento de arco ligerísimo», y «una expresión electrizante» que era deudora de lo que algún crítico calificó como «el ímpetu de su raza».
Y no hay que sonrojarse por la palabra raza. Mucho tuvo que ver su condición de hombre negro para asombrar en los conciertos decimonónicos. La sombra del delirio de su padre puede haberle acompañado y determinado aquel ademán orgulloso y triunfante, aquella acuciante necesidad de lograr la aceptación social frente a los exigentes auditorios blancos, desde la trepidante altivez de su maestría negra.
En algunas críticas se destacan su porte, sus modales, su educación esmerada. Casi una imagen perfecta del buen salvaje venido a más, totalmente transculturado y ejemplar, imagen del individualismo triunfante por encima de las dificultades. En muchas frases de esas críticas persiste un cierto maquillaje lingüístico que disimula el prejuicio, rodeado de un interés por el personaje al que cubre una leve sombra de bufón de alto rango, divertimento ocasional para el diletante aburrido.
Brindis se había convertido en lo que su padre quería: un triunfador excelso que tocaba en La Scala, en San Petersburgo, La Fenice y ante las grandes cabezas aristocráticas de Europa, desde el Rey de España hasta el Kaiser Wilhem II de Alemania. El emperador quedó fascinado con su arte y decidió que aquél negro merecía mucho más que aplausos. Ante la mirada atónita de sus coetáneos, el Guillermo II le hizo barón del Imperio alemán y lo nombró violinista de su corte.
Brindis se casó entonces con una dama de la nobleza alemana, olvidando un episodio matrimonial de unos años antes en la Martinica. Continuó una vertiginosa y triunfal carrera por toda Europa, Estados Unidos y por tierras latinoamericanas.
Volvió a Cuba en una visita fugaz, sólo para comprobar que en su tierra aún pesaba demasiado el color de la piel. Un camarero no le quiso servir en un café: una crónica de la época recoge el incidente. Él no olvidaba las charlas de su padre, ni su imagen vibrante, risueña, cuando el público aplaudía el talento de su pequeño genio. No olvidaba sus consejos, sus miedos, sus fantasmas.
Ya ostentaba el título de la Légion d’Honneur que le otorgaran en Francia, la Cruz de Carlos III del Rey de España, la baronía alemana y todo lo demás. Pero pesaba en él la carga de la necesidad de demostrar, de probar, de ostentar. Continuó con sus conciertos de repertorio espectacular, los alardes técnicos y la gestualidad romántica que ya estaba en vías de desaparición.
Comenzaron entonces las críticas adversas. Algún crítico señalaba en 1885 que «era un virtuoso más que un artista» y que su programa había sido en su mayor parte efectista (claptrap). Esa crítica, aparecida en The Musical Times, puede haber sido el comienzo de una serie de tropiezos marcados por la decepción y el cansancio. Entonces vuelve sus ojos a América y se suceden sus presentaciones en México, Argentina, Santo Domingo, Puerto Rico, Estados Unidos.
Buenos Aires fue con él particularmente generosa. Cosechó enormes triunfos y fue allí donde le regalaron un violín Stradivarius que le acompañó por muchos años en noches de música todavía gloriosas. Para entonces se había olvidado de su familia alemana, de su círculo en Francia, de sus devaneos en la Martinica. Sólo quedaba la obsesión de la gloria y una necesidad acuciante de sobrevivir cada vez con menos. Ya no le importaba tanto la frívola conducta prepotente, no pretendía la respuesta capaz de épater le bourgeois.
Solo quería vivir de su música. De país en país y de barco en barco. Con sus programas, sus recortes de periódicos y sus condecoraciones a cuestas.
Pero los grandes de Europa lo olvidaron y Cuba, la del padre vencido y olvidado, le era a la vez temida y ajena. Fueron años solos.
Decidió intentar un renacer en Argentina, donde había tenido tanto éxito y tanta consideración. Tomó el vapor Patricio de Satrústegui.
Llegó a Buenos Aires, sin aguacero, sin decir una palabra, sin saber muy bien que era el 25 de mayo de 1911. De la pensión caminó hasta el Monte de Piedad con el violín. El dueño de la tienda extendió el recibo, le dio los diez pesos. El negro no volvió.
En 1917, el diario argentino La Razón lideró una colecta pública para impedir que sus restos fueran trasladados a una fosa común. Años más tarde, en 1930 fueron hacia La Habana, al panteón de la solidaridad de la música cubana en la Necrópolis de Colón.
En la Habana Vieja, en la que fuera Iglesia de Paula, hay una sala de conciertos. Y en la sala una urna. Frente al mar. Claudio José Domingo Brindis de Salas, el hijo de Claudio, el nieto de esclavos.
Ibbaé bayen tonú. Descansa en paz.